Biblioteca Evita Capitana

La Comunidad Organizada - Capítulo 12

La humanidad y el yo, las inquietudes de la masa

Cuando Eurípides pone junto al yo clamante la masa que, desde el coro, expone las inquietudes y pareceres colectivos, extiende junto al yo la dilatada llanura de la humanidad. Descubre en ella un elemento perfecto de medición. El ser individual halla su proporción vertical y horizontalmente. Al exponer Humboldt el ideal de humanidad se gesta, en el campo histórico, el ideal del hombre universal, erigido en representante supremo de la civilización. Comte lo cimentó al afirmar que la sociología es la base necesaria de la Política. Hegel llevó a sus últimas consecuencias filosóficas esa certera intuición. Afirmó del espíritu, que existe por si mismo, que sólo podrá llegar el pleno ser en si en la medida en que el yo se eleve al nosotros o, con sus palabras, al yo de la humanidad. El racionalismo poskantiano había trasladado asimismo su campo visual desde el individuo a la sociedad, desde el hombre a la humanidad. Los chispazos de una revolución político-económica, con la erección del industrialismo y el capitalismo, generados por el Progreso en las entrañas de la Revolución liberal, provocaron la expansión de los valores individuales hacia los contornos públicos, o mejor dicho, el contorno filosófico del ser empezó a apreciarse mejor en su dintorno.

El individuo se hace interesante en función de su participación en el movimiento social y son las características evolutivas de éste las que reclaman atención preferente. Para derribar las defectuosas concepciones de la etapa de los privilegios fue necesario implacable desdoblamiento de la fortaleza-unidad del individuo. Pero apresurémonos a reconocer que tal mutación debe considerar precedida de una larga etapa teórica. La práctica corresponde a nuestro siglo y está en sus comienzos. Ello tiene una explicación hasta cierto punto sencilla. Cuando decimos que el tránsito efectuado derivó del viejo estado histórico de necesidad al moderno de libertad, pensando mejor en el individuo que en la comunidad, enunciamos una visión oblicua de la evolución. La etapa preparatoria, o teórica, de realización del yo en el nosotros, fue, cabalmente, una fase apta para permitir la cesión de los principios rectores que, sin caer todavía sobre la masa, facilitaba a los grupos dirigentes al suspirado desplazamiento del poder.

La libertad entonces proclamada precisa un esclarecimiento si ha de considerarse su vigencia. Si por sentido de libertad entendemos el acervo palpitante de la humanidad, frente al estado de necesidad dictado por el imperio indiscutido de una fracción electoral, deberemos plantearnos inmediatamente su problema máximo: su incondición, y, sobre todo, su posibilidad de opción. Libre no es obrar según la propia gana, sino una elección entre varias posibilidades profundamente conocidas. Y tal vez, en consecuencia, observaremos que la promulgación jubilosa de ese estado de libertad no fue precedida por el dispositivo social, que no disminuyó las desigualdades sociales en los medios de lucha y defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las posibilidades selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre pudiesen ser objeto de conciencia. El fondo consciente que presta contenido a la libertad, la autodeterminación popular, sobreviene a muy larga distancia en el tiempo del prólogo político de la cuestión. Cuando el ideal de humanidad empieza a abrirse paso, cuando las crisis de los hechos produce la revolución de las ideas, advertimos que los antiguos enunciados no ensamblan de un modo perfecto con el signo de la evolución. Son esbozos, o reflejos imperfectísimos, de un ideal mucho más antiguo: el griego.

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