Biblioteca Evita Capitana

La Comunidad Organizada - Capítulo 14

Revisión de las jerarquías

Importa, seguramente, no perder de vista al hombre en esta nueva contemplación revisionista de las jerarquías. No es perfectamente imposible disociar el todo de las partes o acentuar exclusivamente sobre lo colectivo, como si fuese por entero diferente a la condición de los elementos formativos. La sublimización de la humanidad no depende de su consideración preferente como del hecho de que el individuo que la integra alcance un grado que la justifique. La senda hegeliana condujo a ciertos grupos al desvarío de subordinar tan por entero la individualidad a la organización ideal, que automáticamente el concepto de humanidad quedaba reducido a una palabra vacía: la omnipotencia del Estado sobre una infinita suma de ceros. Como podemos entender al hombre, o divisarle mejor, en el marco de esa humanidad que lo realiza, será, en su jerarquía propia, atento a sus propios fines y consciente de su participación en lo general.

Sólo así podremos hablar del problema de la redención como de una perfección realizable por elevación, en la vida en común. Puede que D’Alembert acertase al pronosticar la subordinación del pensamiento-luz a la técnica, y hemos visto que los problemas inmediatos, sociales, políticos y económicos produjeron un grado de obnubilación suficiente para desvanecer en la zozobra colectiva los sagrados fines del individuo. En el seno de la humanidad que soñamos, el hombre es una dignidad en continuo forcejeo y una vocación indeclinable hacia formas superiores de vida. Tales factores no operan, por cierto, en una consideración simplemente masiva de la biología social.

De su ignorancia o de su sojuzgamiento depende precisamente el éxito de nuestra época. Sólo en ese punto podemos examinar con mejores garantías de acierto la gran posibilidad de ese ideal de humanidad. Si no lo buscamos a través de ésta misma, como una expresión de bloque con necesidades de bloque, sino a través del individuo, hallaremos enseguida sus dos características esenciales: humanidad como crisol de la dignidad y como atmósfera de libertad. Si recordamos a Antístenes, veremos que su ideal de libertad no era en absoluto compatible con ningún ideal razonado de humanidad. Hay una libertad irrespetuosa ante el interés común, enemiga natural del bien social.

No vigoriza al yo sino en la medida que niega al nosotros, y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre su actividad una noble calificación. Kant insinúa cuál podrá ser el alto sentido de la libertad al situarla en el campo de la ley moral y en el espacio del destino. Nada nos impide considerar como destino no sólo la finalidad individual, o la suma de sus probabilidades, sino la suma de las probabilidades generales. La misma ley moral no será considerada como ente aislado, como principio personal, sino como visión máxima del ideal de conducta universal. Con arreglo a ambas fuerzas presupone Kant la capacidad de autodeterminación y la llama casualidad libre.

La existencia de esa personalidad es un postulado de la razón práctica. Pero Fitchte va más lejos todavía: el grado supremo sólo llega a lograrse – nos dice – cuando sobre ese ciego deseo de poder y sobre la arbitrariedad del individuo se sobrepone en uno la voluntad de libertad, de soberanía del hombre, la voluntad racional.

El hombre no es una personalidad libre hasta que aprende a respetar al prójimo. La conclusión de que sólo en el dilatado marco de la convivencia puede producirse la personalidad libre, y no en el aislamiento, puede ser el agregado indispensable al ideal filosófico de sociología, cuya expresión más simple sería la de que nos es grato llegar a la humanidad por el individuo y a éste por la dignificación y acentuación de sus valores permanentes.

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