Biblioteca Evita Capitana

La Comunidad Organizada - Capítulo 3

Si la crisis medieval condujo al Renacimiento, la de hoy, con el hombre más libre y la conciencia más capaz, puede llevar a un renacer más esplendoroso

Entra en lo posible que las tradiciones muertas no resuciten. Si el pensamiento humano, considerado como tesoro de conceptos, se mira a través del ritmo vertiginoso y febril de la vida actual, puede que aparezca como un campo desolado, escenario de patéticas batallas. Es posible también que muchas tradiciones caídas no sean adaptables al signo de la presente evolución y que otras hayan perdido incluso su objeto.

En cierto modo era éste el panorama de la humanidad en los albores de la Edad Media: se consideraban suficientemente definidas algunas verdades, pero aun éstas aparecían cerradas y custodiadas, y el pueblo se alimentaba sólo de fe. La verdad socrática, la platónica y la aristotélica no fueron textos prácticos para e medioevo que había perdido, en el fragor de una terrible crisis, todo contacto con la continuidad intelectual del pasado. Es cierto que no resucitaron entonces muchas tradiciones, pero con los restos de naufragio, el pensamiento humano elaboró, a la luz de la fe, que es indeclinable, una nueva mística, con un nuevo contenido.

El Renacimiento prueba que el camino es un factor asequible al hombre en todo momento. No es el rigor de nuestra crisis el que debieron arrostrar las islas pensantes de la Edad Media: el nuestro es, simplemente, un rigor de otra clase. No tiene ante sí, o no cree tenerlo, un infinito. No da la sensación de producirse para el tiempo, sino para el momento. Se diría de algunos que les preocupan menos las verdades que las apariencias, y menos la visión de lo último y lo general que lo inmediato y personal. La marcha fatigosa y rápida de la evolución social, como de la económica, han trastornado los habituales paisajes de la conciencia.

No es frecuente hallar seres que posean una perspectiva completa de su jerarquía. La conquista de derechos colectivos ha producido un resultado ciertamente inesperado: no ha mejorado en el hombre la persuasión de su propio valer. Esa miopía para la nobleza de los valores procede, posiblemente, de una deficiente pedagogía. Caracteriza a las grandes crisis la enorme trascendencia de su opción. Si la actual es comparable con la del medievo, es presumible que dependa de nosotros un Renacimiento más luminoso todavía que el anterior, porque el nuestro, contando con la misma fe en los destinos, cuenta con un hombre más libre y, por lo tanto, con una conciencia más capaz. El gran menester del pensamiento filosófico puede consistir, por consiguiente, en desbrozar ese camino, en acompasar ante la expectación del hombre el progreso material con el espiritual.

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