Biblioteca Evita Capitana

La Comunidad Organizada - Capítulo 4

La preocupación teológica

La primera preocupación fue necesariamente la teológica. El conocimiento precisaba luz con que enfocar los objetivos, o un espacio iluminado donde situarlos para su examen posterior. El Origen era el factor supremo y natural de este proceso previo. Las inquietudes teológicas satisfacían en parte una necesidad primaria y, después, condicionaban categóricamente toda otra traslación de juicio sobre el existir. La cultura condujo a distinguir con mayor claridad las relaciones existentes entre lo sobrenatural y el conocimiento; pero el carácter de aquella necesidad era consustancial al alma humana, como vocación de explicaciones últimas o como una conciencia de hallarse encuadrada en un orden superior. Las comunidades más avanzadas razonaban sobre el problema y, a su modo, llegaron a humanizar en una mitología su presentimiento, mientras que las atrasadas, necesitadas igualmente de una explicación, adoraron al Ser Supremo en las cosas y objetos inanimados.

Respecto a la explicación de ese estado de necesidad, unido a la razón teológica por impalpables vínculos, y por lo que toca a señalar su vigencia, es indiferente la visión especificada de las razas o grupos superiores o la tendencia primitiva y panteísta de las tribus; ambas prueban, por igual, el carácter de esa necesidad. Lo inexplicado residía sobre objetos distintos, porque antes de que otras tradiciones estableciesen conceptos terminantes sobre una inquietud universal se optaba sólo sobre el objeto de veneración.

Así los eleatas ensayaban un principio de adoración en torno a su ser sustancial e inmutable y, en el mecanismo de Demócrito, opera en la teoría sobre el movimiento de los átomos actuantes lo que él creía una explicación material plausible a un problema formulado de un modo general. Para Parménides hay ya un solo Dios, el mayor entre los dioses y los hombres, que ni en su figura ni en su pensar se parece a los mortales. La humanidad empezaba a escrutar ambiciosamente el silencio de los cielos. El pensamiento no se conformó con la alegre orgía de los dioses mitológicos. Lo que el hombre no podía hallar en la corte de Zeus, ejemplaridad y principios absolutos, debía buscarlo por otros caminos.

Platón, en el Eutifrón, concretará más tarde ese "estar alerta" de Sócrates ante la máxima virtud, considerada como resplandor de un Ser fuente del orden cósmico. El abismo de la Teogonía de Hesíodo y el apeiron, lo ilimitado, de Anaximandro, empezaban a poblarse de luz ante la inquieta pupila humana. La fuerza que genera en lo infinito será al principio el Amor, símbolo inmediato de la acción de crear asequible a nuestros sentidos, y más tarde su representación última en la Omnipotencia. ¿Quién es Dios para que le ofrezcamos sacrificios?, pregunta el Rig-Veda. Padre del Universo, Prajapati, llama a este ser, al que todo parece subordinado. Idéntica preocupación se nos formula en el logos griego, la palabra primera, la primera voz, fuerza que encabeza posteriormente el Antiguo Testamento. Era necesario ese "verbo" para diferenciar a su luz el bien del mal, como era necesario Prajapati pare reconocer luego en su poder el atman hindú, el alma, el "yo mismo".

Cuando Platón afirma que Dios es la medida de todas las cosas, cobra altura el hombre medida de todas las cosas de Protágoras, porque entre ellas se hallan muchas a las que el hombre no halla en la Naturaleza una explicación razonable. Muchos siglos después, un ilustre cerebro había de explicar con admirable sencillez el proceso de esa inquietud. No tenía necesidad por cierto de apoyarse Víctor Hugo en la teoría de los druidas, dos mil años antes de Jesucristo, según los cuales "las almas pasan la eternidad recorriendo la inmensidad" para preguntar, sobre la necesidad de un orden supremo, lo siguiente: ¿Y no hay Dios? ¿Cómo el hombre, perecedero, enfermo y vil, tendría lo que le falta al universo? ¡La criatura llena de miserias tendría más ventajas que la creación llena de soles! ¡Tendríamos un alma y el mundo no! El hombre sería un ojo abierto en medio del universo ciego. ¡El único ojo abierto! ¿Y para ver qué? ¡La nada! No es imposible distinguir en esas frases la enunciación feliz del problema del pensamiento antiguo.

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